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Clásico

Reflexiones de café

Por Javier Calles-Hourclé

Entrevista a Hernán Zin. Una vida en guerra


Descontando el sonido del despertador, que me provoca el mismo gusto que un desgarro de las meninges, tengo la fortuna de ir a trabajar cada mañana sin más riesgos que los de pisar un fatal y abundante derrame de gel de ducha, sufrir una quemadura de segundo grado por un té excedido en la dosis recomendada de microondas y, ya puestos a dramatizar, experimentar un descarrilamiento de tren o un accidente en el laboratorio. Es por este y otros motivos, que he desarrollado cierto grado de respeto y admiración por aquellos hombres y mujeres que se juegan el pellejo a diario en sus oficios. Sentimientos que no se profesan de igual modo hacia intrépidos temerarios, que gustan de mojarle la oreja a la parca, por el regustillo que da la adrenalina abandonando la médula suprarrenal; sino que se dirigen hacia quienes ejercen un servicio útil y valioso para la comunidad que integran a costa de compromiso y coraje.

Además de los habitualmente reconocibles miembros de este grupo, tales como bomberos, sanitarios, policías, mineros, pescadores de altura o trabajadores verticales, también integran sus filas los reporteros de guerra o de catástrofes humanitarias. Cazadores de historias que se juegan la existencia para contar las tragedias de quienes sufren los estragos de algunas de las muchas desgracias disponibles en la tómbola del universo. Hernán Zin, porteño de nacimiento, aunque no de maneras, forma parte de esta legión de contadores de historias que, mochila al hombro y cámara en mano, se adentran en las tinieblas del mundo para desnudar las vergüenzas de nuestra especie.

Con veinte años y dejando una mentira piadosa en oídos de su madre para no preocuparla, interrumpió sus estudios durante cuatro meses para recorrer la India. Un viaje iniciático y un choque frontal con el drama humanitario, en el que recalaría en Calcuta; donde colaboró como voluntario junto a la Madre Teresa y a quien entrevistaría poco antes de su muerte. Fue precisamente esa ciudad la que, con forma de rostros famélicos y sonido de llantos de niños, marcaría su vida y las coordenadas a las que todo refiere.

Tras el regreso a la Argentina para terminar su carrera, recorrió Latinoamérica, China y permaneció cinco años en Asia. Vuelve poco a su país porque la Argentina "lo entristece, le da vergüenza y lo cabrea". Y, aunque entiende algunas de las medidas del gobierno actual, no le gustan nada "la estética ni las formas". Desde entonces, no ha detenido su andar a través de más de ochenta países, llevando adelante su particular guerra contra la indiferencia que sufren las viudas de la India, los niños de Gaza, los emigrantes de Siria, las víctimas de bullying, de la hambruna de Somalia, del COVID, del genocidio de Ruanda, de violaciones en el Congo o de pederastas en Camboya. Porque lo que encuentra motivador, "es el valor que tiene para estas personas, que alguien se interese por sus vidas" y porque es muy dura "la sensación de que, además de que te estén jodiendo la vida, a nadie le importe".

Hernán "necesita sentir lo que les pasa a sus entrevistados para contarlo bien". Para que sus documentales y libros "transmitan con cuidado, principios e impacto emocional, el testimonio de las personas que han confiado en él". Y eso no es gratuito. Su cuerpo carga con las cicatrices que le han dejado el estrés postraumático, amigos perdidos, siete malarias, una hepatitis y amenazas de muerte hacia él y su familia. Vivencias que ha volcado sobre las páginas de su último libro 'Lecciones de una vida en guerra', donde reflexiona sobre el mundo que nos rodea, lo efímero de la vida y la importancia de aprender a reírse de uno mismo.

La guerra siempre está presente en la vida de Hernán. "El paroxismo de la condición humana, y donde se ve lo mejor y lo peor de ella". También la necesidad de contar. De contar pese a la viscosa presencia de la muerte. Recuerda a sus compañeros de profesión y amigos, los reporteros Roberto Fraile y David Beriain, asesinados en Burkina Faso el 26 de abril de 2021. A Roberto por su sentido del humor, a David por su inteligencia y a ambos por una gran nobleza y por el cariño que les profesaba.

La necesidad de contar lo define, se impone, y es el motor que lo arrastra hasta el infierno. El próximo infierno será, otra vez, Gaza. Irá en búsqueda de aquellos niños que acompañó en el documental 'Nacido en Gaza' hace diez años. Le pregunto que cómo lo hace, si cierra los ojos y se dice a sí mismo que "hay que ir", y que salga el sol por donde quiera. Sonríe y afirma. Cree que "aunque siempre se trate de minimizar los riesgos, la guerra es muy aleatoria. Pero hay que ir". Y, con una mueca de sonrisa, me cuenta su teoría: "o te matan muy joven en la guerra, cuando eres muy naíf y no sabes, o te matan muy mayor porque tus monedas de la suerte se te han acabado. Esto grábalo porque quizás lo publiques dentro de unos meses, no sé. Pero tengo un deber moral hacia esos niños que me han dado su testimonio".