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Clásico

Migración en voz alta

Por Gretell Leyva Salazar

Buscando a mi tatarabuelo malagueño


Cuenta mi padre, porque así le contó mi abuelo, que tenemos por ascendiente un célebre abogado malagueño. Así que, la pasada Semana Santa, el bueno de mi marido, el más pequeño de nuestra prole y yo nos fuimos a Málaga tras la huella de mi tatarabuelo.

Que sepáis, los lectores críticos, que en los tiempos que corren no es nada raro buscar un tatarabuelo español. En mi caso, es pura curiosidad impulsada por la eterna pregunta: ¿de dónde venimos? Pero para otros, es una cuestión decisiva en la búsqueda de un futuro mejor con pasaporte español. Así lo he constatado a diario en lo que lleva de vigencia la Ley de Memoria Democrática, que no busca 'concordia' sino reconocer, reparar y dignificar la memoria de las víctimas del golpe de Estado, la Guerra de España y la dictadura franquista. No olvidar, para no repetir la historia.

Particularmente, en lo que a mi oficio concierne, esta Ley permite que hijos y nietos de españoles de origen, con diferentes circunstancias migrantes, familiares e históricas, puedan optar a la nacionalidad española. También permite la opción a los hijos de aquellos que adquieran su 'españolidad' al amparo de esta LMD o de la Ley de Memoria Histórica del 2007. En consecuencia, mis clientes son sobre todo bisnietos y tataranietos. Algunos consiguen obtenerla, gracias a que los abuelos y padres siguen vivos. Para otros, esta norma les llega tarde porque se ha muerto la abuela, o porque no consiguen encontrar el pueblo de origen de su bisabuelo y en un país con más de 22000 parroquias repartidas en más de 8.000 municipios, la búsqueda se hace inmensa, frustrantemente imposible.

Retomando nuestro viaje, partimos aquella mañana a las 6 de nuestro pueblo, a las afueras de Salamanca, y 670 kilómetros después, incluida parada para migas extremeñas, aterrizamos con nuestras maletas en la bulliciosa plaza de la Merced de Málaga. Era jueves santo y el aire cargaba incienso y lluvia amenazante.

Tras soltar maletas y pegar el obligado mordisco al buen pescaito frito, nos fuimos a dar una vuelta. Fieles a nuestra búsqueda, encontramos una estatua dedicada a mi no confirmado ancestro. Me acerqué, miré aquella escultura y dejé que me mirara. Os confieso: yo que soy de mucho sentir, no sentí nada. También es verdad que poco puede transmitir un nombre sobre una roca, sobre una calle, sobre un colegio o un trozo de cara inmóvil de lo que una vida fue.  

Algo decepcionada, pero insistiendo en aprovechar el viaje, cambiamos rumbo a la Malagueta para ver el atardecer. A la altura de la calle Larios nos cruzamos con la procesión de la Sagrada Cena. Según pasaban los penitentes, se veían a los señores, señoritos y doñas saludar desde las gradas a los congregados a pie de calle. El azabache impoluto de los botines de las malagueñas contrastaba vívidamente con mis zapatillas Converse de turista despeinada. Botas, botines, zapatillas, mocasines y alguna chancla; todos nos agrupamos por igual para dejarnos sorprender por lo que allí acontecía.

Cuando llegaron los pasos, lo que más me conmovió no fue la belleza de las tallas de la virgen María Santísima de la Paz, ni del sereno Jesús de la Cena Sacramental; sino los rostros de entrega, de sufrimiento sudado de los cofrades. Algunos iban llorando, no sé si por emoción, por enjuagar culpas, o por el coraje del cargar un peso mayor al que sus huesos podían soportar.

Tras los tamboriles finales, conseguimos atravesar la multitud hasta la Malagueta. Una vez allí, siguiendo mi instinto isleño, me descalcé y caminé hasta la orilla. Me detuve para enraizarme en la arena a más de un metro del agua que sabía fría; mientras me preguntaba si tendría algo de verdad mi leyenda familiar. Fue entonces, cuando una ola rompió en mis pies. En ese momento, sentí que, de alguna misteriosa forma una parte de mi es malagueña.

Hace un par de días, una amiga me dijo: "soy una privilegiada porque sé de dónde vengo, yo vengo de ellos, de mis abuelos". Me pareció tan potente su frase, tan honesta. Y es que la identidad familiar es tan importante como la identidad de nación. Sobre todo para aquellos pueblos que continúan luchando porque se les reconozca su identidad de nación, como Palestina. Me pregunto si conectar con la tierra que se pisa y su gente es precisamente lo que necesitan esos soldados israelíes que bombardean hospitales, bocas hambrientas y a los que reparten pan. Si no pararía el terrible genocidio el día que esos soldados tengan las agallas de descalzarse y sentir en su piel la Franja de Gaza. Esa tierra bañada por la sangre de tantos niños y niñas palestinos que ya no podrán buscar sus ancestros en ningún rincón de la tierra, en ninguna ola del mar.