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Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

La paz que llegó en tren al Claro de un bosque


Era el 11 de noviembre de 1918. La Primera Guerra Mundial llevaba más de cuatro años asolando gran parte de Europa, y muertos y heridos se contabilizaban por decenas de millones. Entonces, en un lugar que hoy ha adquirido un enorme valor simbólico, se firmaba el Armisticio. Un acto de doble filo, porque, aunque pretendía rubricar la paz, en realidad estaba sentando las bases para una nueva confrontación que estallaría años más tarde, esta vez adquiriendo las mayores dimensiones conocidas en la historia. Pero eso a la sazón nadie lo sabía.

En la noche cerrada de ese 11 de noviembre de 1918, dos trenes aguardaban ya en sendos raíles, en mitad de un frondoso bosque en las cercanías de la localidad de Compiègne, en el norte de Francia. Uno de ellos había transportado a los plenipotenciarios alemanes; el otro, a la delegación francesa y británica, encabezada por el mariscal Ferdinand Foch, comandante en jefe de las fuerzas aliadas. Ambos bloques contendientes se encontraban allí para acordar el cese de hostilidades, en situación de clara desigualdad de fuerzas. Ironías del destino, el vagón salón alemán llevaba el escudo de la emperatriz Eugenia de Montijo, pues en su día había sido el tren de Napoleón III, requisado al ser derrotado por Prusia en 1870.

Foch, como máximo representante de los vencedores, había elegido ese lugar por motivos de discreción y seguridad, fijando como escenario del trascendental acto de firma que concluiría la Gran Guerra su propio vagón de ferrocarril, un antiguo coche restaurante perteneciente a la Compañía Internacional de Coches-Cama con el número de identificación 2419D, que había sido transformado meses antes en oficina móvil del ejército para uso del mariscal.

En ese vagón se sentaron los plenipotenciarios alemanes frente a Foch, acompañado de sus más cercanos colaboradores. Y allí plasmaron sus firmas en el texto del Armisticio, a las 5:15 horas de esa madrugada llamada a recordarse por siempre, conviniendo que entrase en vigor a las 11 horas del día 11 del mes 11, la fecha anual de la fiesta canónica de San Martín de Tours, un santo muy venerado por los franceses. No asistieron periodistas ni fotógrafos; tan solo un oficial francés tomó alguna instantánea, de alto valor histórico.

Las condiciones exigidas en el Armisticio a los alemanes y sus aliados austrohúngaros fueron de una dureza inusitada, condenándoles al pago de una astronómica indemnización de guerra que causó pobreza y gran descontento entre la población germana, y proporcionó un perfecto caldo de cultivo pocos años después para el surgimiento del nazismo y el ulterior advenimiento de Hitler al gobierno de la nación.

Apenas se firmó el acuerdo con la delegación alemana, liderada por el secretario de Estado Matthias Erzberger, el mariscal Foch partió a París para entregar el documento al primer ministro, Georges Clemenceau. A las 11 de la mañana, todas las campanas del país tañeron y se sucedieron las muestras de júbilo en cada rincón, replicadas en muchos otros lugares del Viejo Continente. El último soldado, Augustin Trébuchon, tendrá el amargo destino de morir en combate a las 10:45 horas.

Pero esta euforia inicial pronto revelaría desventuras de enorme calado. La sangría demográfica se había cebado en la mayor parte de las familias francesas e inglesas, que sufrían el drama de haber perdido a alguno de sus miembros más jóvenes. La guerra de trincheras había abocado a soldados que apenas empezaban la vida, a someterse a una durísima y prolongada experiencia de riesgo, atrapados en mitad de la campiña en estrechas zanjas convertidas en ciénagas insalubres, vulnerables al ataque enemigo, sufriendo muy numerosas pérdidas humanas sin lograr apenas avances en el campo de batalla. Los supervivientes quedaron marcados para siempre con cicatrices físicas y psicológicas, cuando no cruelmente mutilados. Una generación entera había sido barrida. Viudas y huérfanos, que se extendían por doquier, fueron otros dramáticos afectados por el sangriento enfrentamiento europeo. Aparte de los millones de prisioneros y refugiados, en un mapa geopolítico que se había fragmentado tras el desplome de los grandes imperios del continente, provocando además la independencia de muchas de sus colonias en Asia y África.

Los países beligerantes, por otra parte, habían quedado arruinados. Y a la crítica situación económica europea se unía el advenimiento de la llamada 'gripe española' de 1918, una pandemia mundial que durante dos años causaba cifras millonarias de bajas, comparables a las de la propia Guerra Mundial. Parecía una sucesión de plagas apocalípticas.

En Francia se avivó el fervor por la figura de Juana de Arco, que en 1920, casi 500 años después de su muerte en la pira, se elevaba finalmente a los altares, tras siglos ya consagrada en la religiosidad popular. El sacrificio por su país de la joven Juana, de solo 19 años, servía de consuelo a muchos padres galos, estableciendo analogías con la propia inmolación de sus hijos por idéntica causa patria. No en vano entre el barro de esas ratoneras humanas se rescataron pequeñas imágenes de metal de la Doncella de Orleans, portadas por muchos de esos jóvenes entre su utillaje militar, como talismanes. La práctica totalidad de catedrales del país vecino se dotaron entonces de estatuas de Juana de Arco, junto a las que se ubicaron en muchos casos monumentos a aquellos nacidos en la zona, caídos en la fratricida Gran Guerra de 1914 a 1918, ampliados después con las bajas producidas de 1939 a 1945.

El 31 de mayo de 1922, el periódico Le Matin publicó una carta del alcalde de Compiègne, anunciando la creación de un Comité para erigir un monumento conmemorativo por suscripción en el lugar de la firma del Armisticio, ya invadido por la vegetación, pero donde aún permanecían las vías férreas que recorrieron los representantes de las naciones. Se limpió un enorme claro circular, conectado con el cruce de Francport por una amplia avenida de 170 metros. Dos losas de granito atravesadas por los raíles indicaban la ubicación de los vagones francés y alemán. Entre ambas, en el centro del espacio circular, se instalaba la conocida como “losa sagrada”, tallada en granito de Vire, con la inscripción: "Aquí, el 11 de noviembre, sucumbió el orgullo criminal del Imperio Alemán, derrotado por los pueblos libres a los que pretendía esclavizar".

En aquel punto del bosque de Compiègne donde se había firmado el Armisticio cuatro años antes, en su aniversario, el 11 de noviembre de 1922, se inauguraba el Memorial y se descubría en el cruce de Francport el conocido como 'monumento a los alsacianos de Lorena', obra de Edgar Brandt que representa al águila germánica derrotada por la espada francesa, rodeada de una estructura cuya piedra arenisca rosa recuerda al célebre monumento del León de Belfort. Es un homenaje a la recuperación por Francia tras el Tratado de Versalles de las regiones de Alsacia y Lorena, anexionadas por Alemania en la Guerra Franco-Prusiana de 1870. Sin embargo, las palabras grabadas en su base indican un tributo más omnicomprensivo que el nombre popular del monumento: "A los heroicos soldados de Francia, defensores de la patria y de la ley, gloriosos libertadores de Alsacia y Lorena".

El vagón donde se efectuó el acto de firma fue reasignado al servicio ferroviario de la Compañía de Coches-Cama en septiembre de 1919, pero la empresa poco después lo donó al Presidente de la República, quien lo utilizó para sus viajes hasta 1921.

De 1922 a 1927, el vagón estuvo expuesto en Les Invalides de París, y posteriormente se decidió trasladarlo al Claro del Armisticio. Un adinerado norteamericano, Arthur Henry Fleming, se hizo cargo de su restauración por 10.000 francos de oro. Se construyó un edificio aledaño musealizado para conservar el vehículo y permitir su exhibición, inaugurándose el 11 de noviembre de 1927 en presencia del mariscal Foch, a quien le restaba un bienio de vida. En 1937 se completó el conjunto con una estatua del mariscal, obra de Firmin Michelet, autor dos años antes de una estatua ecuestre de Foch erigida en la ciudad natal de ambos, Tarbes.

Pero la irrupción de la Segunda Guerra Mundial dio al traste con cualquier esperanza de pacificación. Ya había profetizado en su día el mariscal: "Esto no es paz. Es un armisticio por veinte años". Cuando el ejército alemán se aseguró el control de Francia, Hitler eligió el Claro del Armisticio para recibir personalmente a la delegación francesa el 21 de junio de 1940. Al día siguiente, se firmaba un segundo Armisticio, aunque en esta ocasión los galos eran quienes debían asumir unas durísimas condiciones, teniendo que pasar por la humillación de revivir la escena histórica permutando los papeles. La venganza quedaba perfeccionada con la orden del Führer de arrasar el Claro, desmantelar sus elementos y llevarse las piezas a Alemania.

El vagón del Armisticio fue destruido en los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial, en tierras germanas. Dos teorías sostienen, respectivamente, que fue bien consecuencia del incendio fortuito de la estación ferroviaria de Crawinkel, cerca del campo de prisioneros de Ohrdruf, o bien de una orden directa de Hitler, con la intención de evitar que se convirtiese en el emblemático espacio para rubricar el fin de hostilidades de la contienda, vislumbrando ya la derrota insalvable de sus tropas.

Concluida la Guerra, en 1946 el Claro del Armisticio fue cuidadosamente reconstruido con los elementos recobrados en Alemania. Se trasladó a él para ser custodiado y mostrado al público otro coche de la misma serie, el 2439D, de 4 metros de alto y 20 de largo, equipado de forma idéntica al destruido, con los mismos objetos y muebles, salvados por el conservador del museo de la debacle de 1940.

El museo reabrió sus puertas en 1950, conservando además algunas piezas originales de aquel vagón que un día fue testigo de una reunión que cambió el mundo, y cuyo estado de devastación es suficientemente elocuente para entender las vicisitudes por las que pasó.

En 2012 se creó el Jardín de la Memoria, evocando a los soldados que dieron su vida en todas las batallas del ejército francés desde 1870. Lleva el nombre de Augustin Trébuchon, último soldado francés muerto en combate en la Gran Guerra. Los monumentos son de granito de Vire, como la losa central.

En 2014 se instaló la Alianza de la Paz en el Claro, un anillo de bronce patinado de 3,50 metros de altura y 1,5 toneladas de peso, de la artista Clara Halter, recorrido por la palabra paz en 52 idiomas.

El museo ha experimentado dos ampliaciones, en 1992 y en 2018. Ese año fue el del centenario del Armisticio. En un acto tremendamente emotivo y preñado de simbolismo en el Claro, ante un centenar de asistentes con los sentimientos a flor de piel, el 10 de noviembre de 2018 la Canciller alemana Angela Merkel y el Presidente de la República Francesa Emmanuel Macron escribieron su compromiso con la paz en el libro de visitas inaugurado en 1927, y descubrieron una placa franco-germana solemnizando la cita para la posteridad.

Muchas personas transitan cada día el trayecto arbolado desde la carretera hasta el Claro, disfrutando del entorno armonioso y medioambientalmente privilegiado que conduce al museo. Allí, como si hubiesen franqueado la entrada a una máquina del tiempo, se sumergen de lleno en una atmósfera que retrotrae hasta la Gran Guerra, con centenares de piezas reales de uniformidad, armamento, utensilios, documentos, fotografías y videos. Miradas de aquellas personas de un siglo atrás que se reconocen genuinas y vibrantes. Testimonios humanos con la potestad de conmover hasta los cimientos.

Que nunca más la paz deba abrirse paso por bosques oscuros, viajando furtivamente en un tren en mitad de la noche. Que siempre le abramos puertas y ventanas, que la inculquemos en el corazón de los niños, que la canten los pájaros, que la celebren los arroyos, que la respiren las hojas y la hierba. Que cuando los historiadores cuenten lo ocurrido en el Claro del Armisticio, sintamos que el ser humano ha recorrido un largo camino desde entonces. Que tantas víctimas y tanto horror no hayan sido en vano. Y mientras no suceda así plenamente, que todos y cada uno nos desvivamos desde nuestro ámbito por lograrlo.

Fotografías: Gabriela Torregrosa