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Clásico

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

Rubén Darío, acompáñame


Fuiste mío, Tatay. Jamás pude retenerte, pero me perteneciste. Llegaste de improviso con tu fuerza irresistible a mi pobre vida y me arrancaste de ella, como esa flor que te regalé, para ubicarme en tu jarrón presidencial de salones lejanos, poblados de gentes cuya existencia jamás habría imaginado. Fui tu inspiración, bailé ante ti desnuda una danza de musas hambrientas, y pagué el precio de aquellos tiempos fugaces que devoraban nuestros días, para acabar por separarnos sin piedad. Me desgarré cuatro veces para darte seres de tu nombre, ecos de ti a los que aferrarme para soportar tu ausencia. Viví tu opulencia, sufrí tu miseria, hablé, callé, aprendí a leer, conseguí escribir, vestí tu seda y tu sarga. Fui el antídoto de tus noches alcohólicas, el recuerdo de tu memoria quebradiza, la sombra de un hogar evanescente. Fui tu amante, tu sueño, tu retorno. Tu madre, tu esposa, tu reina. Fui tu esclava, tu olvido, tu remordimiento. No fui nada fuera de ti. Sólo yo fuimos tú. Sólo tú fuimos yo. Existencias fundidas como metales golpeados en el eco de una fragua de latidos. Fuego-fuego, agua-agua, ruido-ruido. Y al final silencio.

Sin reparar en que eras mío, nos robaron nuestro tiempo, Tatay. Mojé mis dedos en tu imagen de agua y te me escurriste. Te busqué cuando te perdías entre nombres de otras que se arrogaron mi reino, entre gobiernos y editores, entre papel de cartas con membretes de hotel y barcos de vapor que salían de puertos neblinosos. Quedé deslumbrada por la cercanía a tu sol, y caminé de tu mano por una inmensa arboleda, a tientas entre la penumbra que se agrandaba a cada paso. No me fue dado el poder de pedirte con mi voz que te quedases a mi lado. Sólo pude acompañarte cuando me lo pedías, cuando exigías mi presencia silente de respiración pausada, mi mano en tu pecho jadeante de terror, acosado por la locura.

Bien sabes que fuiste mío, Tatay. Te poseí como nadie, y te necesité como a nada. Pasé mi vida despidiéndome de ti pero no pude verte claudicar ante la muerte en el postrero adiós. No pude cerrarte los ojos, no pude amortajarte con besos y lágrimas, no pude ver la tumba que otros construyeron para tu cuerpo tan mío. No pude mostrarte a nuestro nieto. No pude explicarte el hogar que busqué para nuestras cartas. No pude enseñarte el ocaso de mi carne de princesa. No pude beberme el océano condenado a distanciar nuestros últimos destinos. No pude gritar al cielo que gimiera conmigo un dolor más grande que el que cabe en un solo corazón humano.

Sé que algún día dirán que fuiste mío, Tatay. Ese día, alguien dará aliento a tus palabras, quedará la poesía como única razón, y asociarán con nosotros los cisnes y las bocas de fresa, el laberinto y el nenúfar, el abanico y el rubí, los claros clarines y los azules profa-

nos, el cuento de Margarita y el divino tesoro de la juventud. El dolor de ser vivo y la vida consciente llevarán grabada eternamente nuestra imagen. Y ya serás mío para siempre, Tatay. Perseguiremos nuestras formas entre las brumas de mundos aún no creados, para encontrarnos y reconocernos una y otra vez.