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Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

San Antonio sin Padua


San Antonio de Padua, a quien se implora ancestralmente para encontrar objetos extraviados, también reconoció en su interior el dolor que causa sentirse perdido, lejos de su tierra y rodeado de dificultades y de debilidad ante un reto que semeja demasiado grande para una sola persona. Pocos santos más invocados en lugares distantes del mundo por personas de toda índole, más presentes en la memoria familiar, en los pedestales de los templos y en los humildes oratorios privados. Un santo que transitó un largo camino antes de llegar a Padua, la ciudad a la que se le vincularía para siempre a pesar de no ser italiano, sino portugués.

Nacido en Lisboa en 1195 como Fernando Martins de Bulhões, vio la luz en un hogar acomodado, siendo el primogénito de la noble Teresa Tavera, descendiente de Fruela I, rey de Asturias. En contra de los deseos de prestigio de su familia, que le reservaban otra suerte, muy joven decidía abrazar el sacerdocio. Tras sus comienzos como agustino, se unió a la Orden Franciscana con 25 años, impactado por la fuerza de la fe de 5 frailes que en ese momento murieron mártires en Marruecos. Como franciscano toma el nombre de Antonio, y se revela con una elocuencia tan extraordinaria, que es enviado como predicador a Francia de 1224 a 1227 para evangelizar y combatir la herejía cátara.

Su primera escala allí fue en Montpellier, donde la tradición sitúa el acontecimiento que asociará para siempre al santo con la facultad de encontrar aquello que ha desaparecido: un novicio huyó, una noche, llevándose el salterio anotado que fray Antonio utilizaba para sus lecciones y oraciones. De repente, paralizado en su huida, el joven se vio obligado a darse la vuelta y devolver el libro a su dueño.

El 7 de junio de 1226 fray Antonio fue nombrado custodio de Lemosín, superior de los conventos de frailes menores de esta región del capítulo provincial de Arlés. Por ello, en el verano de 1226 llegó a Brive-la-Gaillarde, una población al suroeste del actual departamento de Corrèze. En el siglo IV, el nombre galo era Briva Curretia (puente sobre el Corrèze), en referencia al viaducto que cruzaba el río en la calzada romana que unía Burdeos y Lyon. Poco después de su advenimiento a la localidad, fray Antonio recibiría la triste noticia de la muerte de Francisco de Asís.

En Brive, el santo funda una pequeña comunidad de hermanos franciscanos y se establecen en un monasterio extramuros de la urbe, donde hoy se encuentra la oficina de correos, un terreno que le fue donado por el vizconde de Turenne. Cogió la costumbre de retirarse a menudo a unas cuevas al sur de la ciudad, parcialmente excavadas por la mano del hombre en un escarpe de arenisca, donde la tranquilidad de la soledad le permitía hacer penitencia, meditar, orar y estudiar.

Según una tradición muy antigua, la Virgen María se le apareció en una de estas cuevas con el Niño Jesús, para consolarlo y sostenerlo en su misión, cuando fray Antonio atravesó un tiempo de desierto personal, abrumado por el desánimo y la duda. Allí, se le habría revelado en una noche de oración, bajo la advocación de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Asimismo, se afirma que en la Navidad de 1226, estando el franciscano en la cercana Châteauneuf-la-Forêt (Haute-Vienne), se le apareció el Niño Jesús. Estaba llamado a ser representado siempre en la imaginería religiosa acompañado de él.

La cueva principal, ubicada encima de aquella en la que los devotos creen que se manifestó la Virgen del Perpetuo Socorro, se conoce hasta hoy como 'Gruta del Agua'. Arnaud de Sarrant, historiador y franciscano del siglo XIV, escribe la razón: "En una cueva un poco alejada de la ciudad, Antonio se hizo una celda y excavó en la piedra una cavidad para recibir las gotas de agua que caían de la roca; a veces venía solo, con grandes austeridades y entregándose a la contemplación". En 1883 se colocó allí una placa de mármol en latín, que dice: "Bebed de esta agua. El santo de Padua la extrajo de la roca y le dio el poder de devolver la salud". Numerosos peregrinos acuden a los cuatro grifos instalados en las proximidades, para recoger el agua que San Antonio habría hecho aparecer excavando en la piedra.

La fama de santidad que rodeaba a fray Antonio era tal, que fue elevado a los altares sólo 11 meses después de su muerte, acaecida en las inmediaciones de Padua (Italia), el 13 de junio de 1231, a los 36 años. El 30 de mayo de 1232 fue canonizado por el papa Gregorio IX, tras unos 40 milagros reconocidos.

Entre los muchos que se le atribuyen, como demuestran los exvotos en una de las cuevas, uno narra que una sirvienta encargada de llevar el donativo de una canasta de verduras a San Antonio y los hermanos de la comunidad, que pasaban penurias para proveer a su propio sustento, debió caminar varios kilómetros bajo una fuerte lluvia, sin ser mojada por una sola gota de agua. 

Poco después de la muerte del santo, las cuevas se convirtieron espontáneamente en lugar de peregrinación y se levantó una pequeña ermita. Desde entonces se las llamó 'Grutas de San Antonio'. Ya un año después de su fallecimiento se celebró por vez primera en Brive la fiesta de San Antonio de Padua y se congregó mucha gente de la región. En 1360, los franciscanos construyeron una capilla sobre la gruta central, y luego un convento para acoger a los fieles que acudían cada vez en mayor número, mencionándose varios prodigios ocurridos durante las romerías a las cuevas.

El 23 de julio de 1463, atraído por la celebridad del emplazamiento, el rey Luis XI llegaba a las grutas en peregrinación, proveniente de Toulouse, acompañado de su hermano el duque de Berri, del príncipe de Navarra y del duque de Alençon.

En 1565, en el contexto de las guerras de religión en el país galo, dos franciscanos fueron masacrados en Brive por los hugonotes; la capilla fue saqueada y la ermita, además, incendiada. En 1791, durante la Revolución, ambos inmuebles, convertidos en propiedad nacional como todos los bienes eclesiásticos, fueron subastados. Tras la compra del recinto por el párroco de San Sernin de Brive, los franciscanos reanudaron allí su actividad. Se organizaría una gran procesión desde la ciudad hasta las grutas en 1874, y cuatro años después se iniciaban las obras de remodelación, con el objetivo de dotar al enclave de un convento nuevo, una gran iglesia y Estaciones de la Cruz en el cerro. Pero el decreto anticongregacionista de Jules Ferry supuso la expulsión de los franciscanos el 9 de noviembre de 1880. A pesar de la prohibición, la comunidad se recompuso y el 10 de junio de 1910, 6 franciscanos fueron condenados por ello. Las familias de Brive se unieron para comprar y preservar el sitio, donde continuó el culto hasta el regreso de los franciscanos en 1915: el estallido de la Primera Guerra Mundial distraería al gobierno de estas pequeñas preocupaciones domésticas. Aprovechando la coyuntura de laxitud, el 28 de diciembre de 1915 se inauguraba el colegio-seminario franciscano, anteriormente en Friburgo, y en 1937 el convento se convertía en casa de acogida para retiros y centro nacional del culto a San Antonio en Francia. 

En 1893 tuvo lugar la colocación de la primera piedra de la iglesia de peregrinación, ubicada sobre las tres cuevas, y el 13 de junio de 1895 Henri Denéchau, obispo de la diócesis de Tulle a la que pertenece el santuario, junto con otros 7 obispos, 300 sacerdotes y 20.000 fieles, consagró el templo a San Antonio. En marzo de 1896 se la adscribió a la basílica de San Juan de Letrán, madre de las iglesias de Roma y de la cristiandad, e igualmente a la basílica del Sacre Coeur de París. La humilde iglesia de San Antonio en Brive pasaba a compartir los privilegios de ambas, siendo además declarada lugar de peregrinación nacional. 

Desde la explanada de la iglesia, rodeada de un parque arbolado de 5 hectáreas, se sube un Vía Crucis hasta el Calvario bendecido el 13 de junio de 1897, cuya cruz se alza 18 m, y desde donde se descubre una hermosa panorámica de la ciudad.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Brive fue el núcleo regional de la Resistencia. Los franciscanos, arriesgando su propia integridad, refugiaron continuadamente a miembros de esta y a los perseguidos por el nazismo. La ciudad recibió la Cruz de Guerra por organizar su propia liberación de la ocupación alemana el 15 de agosto de 1944, con muy pocos daños. El 9 de noviembre de 1947, Brive, en agradecimiento, inauguró una gran estatua de San Antonio cerca del Calvario. Un año antes de ese momento, el santo había sido proclamado Doctor de la Iglesia Universal.

Hoy, San Antonio de Padua, como no podía ser de otro modo, es el patrón de Brive-la-Gaillarde. El complejo alrededor de sus cuevas es un espacio de devoción popular de toda Francia y más allá de sus fronteras, estimándose en 50.000 los peregrinos que allí se allegan cada año. Se encuentra en el Camino de Santiago, de ahí la concha amarilla de la puerta de entrada.

Cada primer domingo de mayo se conmemora el hermanamiento entre los santuarios de Brive y Lisboa, la ciudad natal de San Antonio, y el último domingo de agosto los frailes franciscanos de las grutas celebran la fiesta de la cebolla, recordando un acontecimiento que se retrotrae a la época en que San Antonio de Padua residía en Brive, y que rinde homenaje a la Creación y al trabajo de los hombres. Se celebra una misa y se invita a los fieles a traer frutas y verduras, o herramientas que simbolicen sus oficios.

Casi 800 años después de su fundación, el santuario ha resistido, tan gallardamente como el nombre de su ciudad de acogida, los embates de la historia. El convento se ha transformado en hospedaje, con 25 habitaciones y salas de reuniones. Los franciscanos han construido una nueva casa para vivir allí; actualmente la comunidad se compone de 6.

Es un entorno muy bello, en plena naturaleza, entre trinos de pájaros y olor de especies vegetales, donde puede oírse el silencio y sumir el espíritu en calma y paz. Una idea romántica en estos tiempos vertiginosos. Quizá por ello, aún se escuchan allí plegarias que piden a San Antonio encontrarles, entre la inmensa madeja de cosas descarriadas y destinos ilocalizables, alguien con un corazón gemelo que sepa acompasarse al latir del propio. Los frailes han dispuesto en la iglesia una cestita ante su imagen, donde se puede depositar uno de los pedacitos de papel que aguardan en un montón al lado, junto a un bolígrafo, para enfrentar a uno mismo con el auténtico momento de la verdad: la plasmación en palabras de los más íntimos deseos del alma, esos que el santo, con toda probabilidad, a estas alturas ya intuye.

 

 

 

 

Fotografías: Gabriela Torregrosa