Filtrándose por la ventana de la celda, el cielo de Ávila observa atento a la Madre Teresa. La ve arrodillada sobre el exiguo alféizar, concentrada en un pergamino que se va jalonando de letras, como estrellas que aparecen en el firmamento al anochecer.
El cielo quisiera tener voz para susurrar a Teresa lo que le depara su sino, brazos para apretarla contra sí y protegerla con su inmenso manto, rodillas para postrarse de hinojos a su lado y acompañarla. Pero no tiene. Y mudo, la observa sin ser visto, fijando en ella sus ojos sin párpados ni pestañas.
Si fuera un día más, el cielo esperaría paciente hasta ver a la Madre Teresa levantarse y desaparecer de su mirada, y aguardaría anhelante hasta el día siguiente. Pero hoy Teresa se alza desde su postura incómoda y parece resentirse del esfuerzo. Apoyada en la ventana, se queda contemplando las alturas y diríase que percibe los ojos del cielo, porque sonríe hacia lo lejos.
Y entonces el cielo se decide a atraerla hacia sí y la eleva suavemente, y Teresa, primero temerosa, luego perpleja, y finalmente fascinada, siente que abandona la celda y vuela por encima de la muralla y del río y del campo abierto, sobrepasando las montañas.
Y el cielo, que no tiene voz ni lengua ni labios, la lleva más allá de las nubes, y le muestra todo lo que quisiera poderle decir con su boca.
Le enseña los pequeños monasterios que fundará, diseminados como lámparas por villas y ciudades, e inmunes al paso del tiempo, que sin embargo alterará para siempre las poblaciones y sus gentes. Le deja ver prensas y bibliotecas llenas de volúmenes que reconoce como sus libros, en caracteres extraños y lenguas ininteligibles. Le muestra plegarias devotas de corazones aún no nacidos, honores de poetas y artistas, doctorados de universidades futuras. Le revela el destino de las partes desprendidas de su cuerpo, y la última estación de éste, lejos de San José de Ávila. Y, antes de posarla de nuevo con cuidado en su estancia, le enseña fugazmente el lugar dichoso que le reserva junto al Amado, para cuando acaben sus días.
De vuelta del arrobamiento, la Madre Teresa se arrodilla junto a la ventana y se dispone a plasmar por escrito lo que el cielo acaba de desvelarle. Pero algo más fuerte en su interior logra vencer el impulso inicial: el convencimiento de que su confesor no daría crédito a sus palabras. Como tantas otras veces, Teresa guarda la pluma y el secreto para ella.
La Madre sale de la celda y llega puntual a la Recreación.
Nadie diría lo que ha sido.
Fotografías: Gabriela Torregrosa