El pasado miércoles 6 de enero el mundo asistió perplejo a un espectáculo lamentable y sin precedente alguno en la historia reciente de la primera potencia del mundo. El Capitolio, sede del Congreso y del Senado norteamericano, fue asaltado por simpatizantes del todavía presidente de los EEUU, Donald Trump.
El detonante de estos graves hechos fue la victoria electoral del candidato demócrata Joe Biden el pasado 3 de noviembre de 2020. Biden fue el candidato presidencial más votado de la historia con casi 80 millones de votos. Superando así, al ex presidente demócrata Barack Obama en las elecciones de 2008.
La derrota de Trump no fue apabullante, pero tampoco ajustada.
Aún así, el líder republicano no reconoció la victoria de su oponente, sino todo lo contrario, no se ha dado por vencido y desde entonces se ha dedicado a denunciar un supuesto robo y fraude electoral.
Este asedio constante sobre el fraude se ha llevado a cabo principalmente a través las redes sociales, muy en particular Twitter –red social donde el presidente de Estados Unidos tiene casi 90 millones de seguidores-. Hasta el punto que Twitter, Facebook e Instagram bloquearon la cuenta del presidente norteamericano.
Las denuncias por el robo o fraude electoral no han sido respaldadas por ningún juzgado o tribunal americano y pese a ello, el todavía presidente ha continuado denunciando estos hechos.
La cuestión no es baladí. Donald Trump ha exaltado a sus votantes y seguidores para que acudiesen al parlamento a fin de paralizar la certificación de Joe Biden como ganador de las elecciones americanas.
Resulta evidente la repercusión y la trascendencia social que tienen las declaraciones y manifestaciones de los personajes públicos, más si cabe de un cargo electo. Quienes deberían tener una mayor prudencia y consideración sobre sus manifestaciones. Como por otro lado, sucede en su mayoría.
Lo que ha ocurrido es simple. Trump ha alentado a sus seguidores a paralizar la certificación de su rival como ganador de las elecciones presidenciales y después, no lo ha podido controlar, pese al intento tardío de recular.
Quien siembra vientos, recoge tempestades.
Al margen del daño a las instituciones democráticas de los Estados Unidos -quien más deberían dar ejemplo, al menos en principio-. El desprestigio es palpable. Sus principales competidores, China y Rusia, ya se han lanzado a criticar la democracia americana.
Habrá que esperar unos días para ver si prospera o no el impeachment contra el presidente americano. Un poco más habrá que esperar para ver si a Trump le alcanza la responsabilidad penal por el asalto al Capitolio que se ha saldado finalmente con cinco muertos.
La victoria de Joe Biden, o de quien sea, es la victoria de la democracia. Victoria legitimada por el resultado de las urnas tras unas elecciones libres y limpias.
El aprendizaje que podemos sacar de este triste suceso es claro: en ningún caso los extremos son buenos, ni de un lado, ni de otro.